El 4 de julio de 1187, el ejército comandado por el rey de Jerusalén, Guy de Lusignan, fue derrotado en la batalla de los Cuernos de Hattin por las tropas de Saladino. La victoria no sólo supuso la aniquilación del ejército cristiano de Tierra Santa, sino también, lo que era mucho más grave, el desmantelamiento casi total de la posesiones latinas en Oriente: en apenas unas semanas, los musulmanes ocuparon sin encontrar mayor resistencia las ciudades de Tiberíades, Acre, Sidón, Beirut y Ascalón, así como la mayoría de los castillos y fortalezas del reino. El 2 de octubre de ese mismo año Saladino entró en Jerusalén; tras menos de un siglo en manos cristianas, los escenarios sagrados de la vida de Cristo volvían a estar bajo el dominio islámico. El esfuerzo de miles de cruzados se había demostrado baldío, y sus sueños se habían esfumado repentina y dramáticamente.
El 4 de julio de 1187, el ejército comandado por el rey de Jerusalén, Guy de Lusignan, fue derrotado en la batalla de los Cuernos de Hattin por las tropas de Saladino. La victoria no sólo supuso la aniquilación del ejército cristiano de Tierra Santa, sino también, lo que era mucho más grave, el desmantelamiento casi total de la posesiones latinas en Oriente: en apenas unas semanas, los musulmanes ocuparon sin encontrar mayor resistencia las ciudades de Tiberíades, Acre, Sidón, Beirut y Ascalón, así como la mayoría de los castillos y fortalezas del reino. El 2 de octubre de ese mismo año Saladino entró en Jerusalén; tras menos de un siglo en manos cristianas, los escenarios sagrados de la vida de Cristo volvían a estar bajo el dominio islámico. El esfuerzo de miles de cruzados se había demostrado baldío, y sus sueños se habían esfumado repentina y dramáticamente.
No es difícil imaginar el impacto emocional que tuvo en Occidente la pérdida de los Santos Lugares. Tres años después, el fracaso de la Tercera Cruzada, con la que se intentó recuperar aquellas tierras, no hizo sino confirmar el hundimiento de las fronteras orientales de la Cristiandad.
No había transcurrido ni una década desde el desmantelamiento del reino de Jerusalén, cuando en la mañana del 18 de julio de 1195 el ejército castellano, encabezado por el rey Alfonso VIII, fue derrotado en Alarcos, lo que acarreó la pérdida de un importante número de fortificaciones en el campo de Calatrava. Peor aún, durante los dos años siguientes el reino de Castilla continuó sufriendo los embates almohades, quienes además contaron con el respaldo de los monarcas leonés y navarro. Como consecuencia de ello, una parte sustancial de los territorios dominados por los cristianos al sur del Tajo volvió a manos islámicas y la ciudad de Toledo quedó expuesta a una posible recuperación por parte de los musulmanes.
A la vista de los precedentes que acabamos de glosar no puede extrañar que a raíz del desastre ocurrido en las llanuras castellanas, la consternación y el pánico se extendiesen por toda Europa: primero había sido Jerusalén, ahora parecía tocarle el turno a Toledo; primero Hattin, luego Alarcos. Antes en Oriente y ahora en Occidente, las fronteras de la Cristiandad frente a sus enemigos musulmanes parecía que se derrumbaban una tras otra.
No puede extrañar que las noticias volasen por los monasterios y cortes europeas, que las crónicas inglesas, francesas y austríacas se hicieran eco del desastre ocurrido junto a las murallas de Alarcos. En Roma, el papa Celestino III se lamentaba de que “la mano del Señor” había visitado “duramente” a los cristianos y había permitido que los paganos ocupasen violentamente sus fronteras: “después de la invasión de la tierra de Jerusalén, ocurrida por exigirlo nuestros pecados, ha crecido tanto en las Españas el poder de los sarracenos, que la muchedumbre de males hace dudar a cuál de estos países sea mejor socorrer”. Por su parte, los trovadores reaccionaron componiendo canciones en las que llamaban a la unidad de acción de los príncipes cristianos, a vengar el desastre de 1195, a hacer frente a una oleada, la almohade, que parecía incontenible.
Un acontecimiento que fue vivido con tanta alarma de una a otra parte de Europa y que provocó reacciones emocionales tan angustiosas y tan poco contenidas, ha recibido en ocasiones la atención de los especialistas, aunque quizá no tanta como hubiera merecido. Menos aún se le ha ofrecido al público general, no especializado pero interesado en la historia militar del Medievo hispánico, una monografía que le presente lo sucedido aquel día de julio de hace ahora casi 820 años de manera clara, divulgativa y con cierto afán pedagógico.
Francisco García Fitz
Universidad de Extremadura